Bio

El peso de haber sido el compositor, vocero y líder de un grupo tan significativo como Los Prisioneros ha sido algo ineludible para Jorge González en su trayecto solista posterior. Pero no por ello el músico ha dejado de buscar formas nuevas de encauzar su talento en la música de vocación popular y en la opinión sobre el país y sus circunstancias. Desde los años noventa, y casi sin pausas, esa inquietud ha asumido formas diversas, de recepción dispar pero encomiable búsqueda creativa. El pop, la electrónica, el soul y la raíz caribeña han sido los géneros musicales más citados por González en sus discos post-Prisioneros, en un avance ajustado también a cambios personales significativos, con períodos de residencia en Nueva York, Ciudad de México, Berlín y Valencia, además de Santiago.

González ha ostentado una personalidad demasiado atractiva como para que los medios y el público puedan dejarlo en paz por mucho tiempo. Su nombre puede ser para algunos sinónimo de polémica, pero supone para la mayoría las condiciones de vida intensa, a veces errática, y llena de visicitudes que caracterizan las biografías de muchos grandes artistas. Consciente de la enorme influencia que su trabajo tuvo sobre una nueva generación de cantautores pop en Chile, el músico ha tendido lazos de colaboración y amistad con muchos de ellos, como Gepe, Pedropiedra, Zaturno y Javiera Mena.

Su evolución como cantautor ha sido de una inusual amplitud, convirtiendo al adolescente fanático de Bee Gees y The Carpenters en un hombre adulto bien informado de la escena electrónica europea. Destacan al respecto sus colaboraciones con nombres importantes del área, como Señor Coconut, Mambotur y Dinky; además de sus personales incursiones en el género, tanto en las sociedades Gonzalo Martínez y Sieg Über Die Sonne, como en su más reciente proyecto solista, Leonino.

La lucidez de Jorge González Ríos era un rasgo llamativo ya en su adolescencia, cuando mostraba rasgos de liderazgo en su curso del Liceo 6 de San Miguel. Era el mayor de tres hermanos, en un hogar dirigido por un padre dedicado a ventas (y cantante aficionado) y una madre dueña de casa. Se aficionó desde pequeño a la conversación y la lectura, aunque nada lo relajaba más que la radio de la cocina, con la que se distraía escuchando el pop suave y triste que caracterizó a los años setenta, de Carpenters a Bread, de Camilo Sesto a la E.L.O.

El primer grupo que lo llevó en serio a la música fue Kiss, cuya música fijó un tema en común la primera vez que conversó con un compañero suyo del Primero Medio C, Claudio Narea. Era 1979. Siguieron luego con The Beatles y Bee Gees, y al poco rato ya estaban acordando visitarse en sus casas, distanciadas por trece cuadras, al poniente de Gran Avenida, en el corazón de la comuna de San Miguel.

Ni González ni Narea tenían preparación musical alguna —ni hablar de familiares artistas o recursos económicos con los que arriesgarse en la creación—, pero acumulaban suficiente energía en el cuerpo e ideas en la cabeza como para armar un proyecto en conjunto. Formaron así Los Pseudopillos, también con sus amigos Rodrigo y Álvaro Beltrán. Todas sus primeras canciones eran a capella, y llegaron a grabar más de cien en la radiocassette de la casa de Jorge.

González armó en paralelo un dúo junto a otro amigo de su curso, Miguel Tapia. Tampoco había ahí demasiada técnica, pero no quedaban dudas de su hambre de fama. Se llamaba Los Vinchukas, y alrededor de 1981 invitaron a sumarse a Claudio Narea. Antes de que el trío terminara Cuarto Medio, González ya era capaz de estructurar canciones propias que dejaban sorprendidos a sus compañeros de banda. Una de las primeras fue "La voz de los 80". Si alguna vez se había discutido internamente dividir las labores de composición, la fluidez con la que González fue dándole forma a esas canciones dejó en claro quién merecía dirigir al grupo de ahí en adelante.

Concluida la Enseñanza Media, González se inscribió en la carrera de Sonido, en la Universidad de Chile. Aunque duró menos de un año como alumno, el paso por la Escuela le permitió conocer a gente como Igor Rodríguez (futuro Aparato Raro), Luciano Rojas (futuro La Ley) y Carlos Fonseca. Con este último forjó una cercana amistad, que motivó que González le mostrara un día las maquetas que había estado grabando con su banda, Los Prisioneros. Fonseca —quien ya estaba al tanto de la explosión punk y new-wave en Inglaterra, y hasta tenía un programa radial propio— escuchó esos demos con asombro, y sintió que algo así no podía quedar en el anonimato. Fueron Los Prisioneros los que lo motivaron a armar un sello independiente (Fusión) y convertirse en manager. El resto es historia más o menos conocida.

Luego del éxito continental y de enorme trascendencia social de Los Prisioneros, la historia de González como cantautor solista ha sido todo menos predecible. Su primer intento al respecto lo realizó cuando terminó por primera vez con Los Prisioneros, en 1991, y decidió asociarse con su manager de siempre, Carlos Fonseca, para desarrollar un primer álbum de promoción continental.

Para ello, consiguió un contrato disquero de características nunca antes vistas en Chile. Lo firmó en las oficinas de EMI, en Londres, y por él se convirtió en «artista prioritario a nivel regional», con el compromiso de editar tres discos en seis años. La producción del afamado Gustavo Santaolalla, un estudio de lujo en Los Ángeles (California) y ciento ciencuenta mil dólares de presupuesto dieron como resultado "Jorge González" (1991), un disco de melodías suaves y abundantes referencias personales; en parte deudor del espíritu de reflexión amorosa que había guíado Corazones (1990), de su ex banda. Para las presentaciones en vivo, González armó un grupo encabezado por los hermanos Frugone, de Viena y Anachena.

Una cuidada campaña promocional, un glamoroso lanzamiento en el hotel Sheraton, y afiches a todo color en las calles de Santiago presentaron públicamente un disco que salió a radios con el single "Mi casa en el árbol". Fue, también, el inicio de un sonado fracaso comercial, pues ni el público ni la crítica parecieron sentirse cómodos con el álbum. Temas como "Ésta es para hacerte feliz" y "Fe" lograron en un principio una respuesta pública menos que tibia, en comparación con las expectativas y el recuerdo de su gloria junto a Los Prisioneros. «Me estaban lanzando en la onda Chayanne, y eso fue un error», reconocería después el músico, cuando ya era demasiado tarde para salvar la inversión en el álbum. Aunque lleno de firmes ideas melódicas y algunos temas que se sostendrían mejor con el paso del tiempo (como "Fe" y "Esas Mañanas"), ese debut solista lo obligaría a reubicarse ante sí mismo y el público con una propuesta más ajustada a su identidad.

En su molestia por una promoción exagerada que sólo había conseguido desperfilarlo, Jorge González preparó con calma un golpe del que al sello EMI le costó recuperarse. Con un presupuesto todavía privilegiado, el músico grabó entre Santiago y Alemania el álbum "El futuro se fue" (1994), en el cual experimentó con algo de electrónica y sintió necesario tributar a su recién descubierto nuevo ídolo: Víctor Jara. Lo produjo en parte junto a Carlos Cabezas, y gastó un oneroso presupuesto en la mezcla.

Sin embargo, desde la perspectiva de lo esperable en una estrella pop, el segundo álbum de González era de una austeridad insolente, y no tenía un solo single radiable a la vista. El futuro se fue sonaba a angustia, aridez y dolorosa introspección, con cortes en los que el músico parecía por momentos desgarrarse, y en otros estar sólo jugando. Ante la imposibilidad de promocionar un álbum así de extraño (algo sonó en radios "Mapuche o español", aunque casi como una rareza), el cantautor acordó con EMI la anulación de su contrato.

González viajó entonces a Nueva York. Tenía una novia con departamento en Manhattan, y encontró allí posibilidades cómodas para seguir estudios de sonido. Casi no dio entrevistas, y se supo muy poco sobre sus andanzas, al menos hasta 1996, cuando viajó por un rato a Chile para coordinar los detalles de la publicación del compilado Ni por la razón ni por la fuerza, la primera colección de rarezas de Los Prisioneros. Volvió a Chile al año siguiente para dictar un curso de composición electrónica, y posteriormente participó en la mezcla de un tema del disco Vértigo, de La Ley, que la banda chilena estaba grabando en Nueva York.

La cosmopolita vida neoyorquina había acrecentado en González su interés por la electrónica, y mucho más cuando comenzó a conocer a una activa comunidad de chilenos y latinos vinculada al género por efecto de años de residencia en Europa. El músico forjó amistad, por ejemplo, con Martín Schopf, un compositor que había pasado el exilio de su padre en Alemania. Con él decidió trabajar el primero de varios discos en el que su nombre no aparecería en portada. Lo presentaron como la obra de un músico ficticio: Gonzalo Martínez, y llegaron a Santiago hablando con entusiasmo de la nueva tendencia que haría bailar al país completo, una mezcla de electrónica y trópico a la que bautizaron «tecno-cumbia».

"Gonzalo Martínez y sus congas pensantes" (1997) fue el disco que sacó a radios una singular versión para "La pollerá colorá" y que incluyó una de las primeras composiciones de González en años: "La cumbia triste". Santiago comenzaba a agitarse por entonces con los primeros raves, y una activa escena de DJ's. Pero el experimento de González y sus socios evocaba recuerdos acaso demasiado latinos para aquel grupo aspirante a una globalización sofisticada. El álbum obtuvo malas críticas, apenas fue tocado en las radios, y al poco tiempo se fue a las bateas de ofertas de las disquerías. Su suerte debe pesquisarse en Europa, donde sí logró acogida entre ciertos círculos cercanos a la búsqueda de fusión electrónica. Con la distancia de los años resulta imposible negarle su valor como apuesta pionera en lo que luego se convertiría en una mezcla recurrida por muchos otros músicos, y de enorme popularidad.

Fue igual de sorprendente su decisión de reasociarse luego con Miguel Tapia para una gira nacional, presentada como la de un grupo llamado Los Dioses (también con el venezolano Argenis Brito en sus filas), que finalmente no hacía más que recrear el catálogo de Los Prisioneros.

La participación en el Tributo a Víctor Jara lo acercó al sello Alerce, por el cual publicó en 1999 un tercer álbum solista. Mi destino. Confesiones de una estrella de rock fue un disco más convencional en términos de estructura, con canciones bien armadas y un paseo ingenioso por temas como la nostalgia por los íconos chilenos ("Caszely", "Allende vive "), el amor y desamor, la pose del rock ("Me pagan por rebelde") y la infaltabla crítica a un país que en uno de los versos del disco el autor describía como «un fundo».

Fue un álbum trabajado de un modo radicalmente opuesto al de su debut: grabado casi completamente en la casa de sus padres, en San Miguel, y con la participación de amigos de entonces, como Álvaro Henríquez, Carlos Cabezas y Atom Heart. En parte, le sirvió a González como terapia creativa: «Lo que me propuse fue hacer lo mejor que podía. Y lo mejor que puedo es bien bueno, la verdad», le contó entonces al sitio web Chilerock. «Sí creo que se dieron cosas muy buenas. El hecho que me esté ayudando mi hermano o mi papá, pa' mí es una tranquilidad porque significaba que nadie me iba a estar mirando por encima del hombro para preguntarme Oye, ¿y es comercial lo que estai haciendo? ¿Se parece a Los Prisioneros? ¿Va a ser rebelde? Y eso es bueno porque es gente que está mirando tu carrera unida a tu vida, que es lo que yo necesito. No estar llenando estadios y tener titulares y tener la cagada por dentro. Eso nunca me ha pasado y no me va a pasar ahora».

La reunión de Los Prisioneros se fue gestando con el trabajo de González en dos proyectos de edición vinculados al grupo y puestos a la venta en el año 2000: el compilado en vivo El caset pirata y un disco colectivo de covers a la manera de un homenaje (Tributo a Los Prisioneros). Fue entonces que el músico decidió acceder a un anhelo que hacía rato manifestaban sus ex compañeros y su manager. Su vida personal pasaba además por decisiones de importancia, como la de viajar un tiempo a Cuba para internarse en un centro especializado que pudiera ayudarlo a detener su consumo de cocaína (asunto sobre el cual habló sin problemas más tarde en público).

Así, la segunda gran parte de la historia de Los Prisioneros comenzó a escribirse a mediados de 2001. Dos discos, giras por Chile y al extranjero, y una última y definitiva pelea con Claudio Narea fue el balance de esta etapa concluida para siempre a principios del 2006. Desde entonces González sería para siempre, y con diversos ropajes, un músico solista, dispuesto a cantar en vivo las canciones de su exitosa ex banda, pero sin dejar margen alguno abierto para la idea de una nueva rearticulación.

En sucesivas residencias extranjeras en el D.F. mexicano, Valencia (España) y Berlín (Alemania), y estadías más o menos extensas en Chile, González ha ido ajustando desde entonces una discografía solista cambiante y sorprendente. Su apego a la música electrónica lo tuvo colaborando en la primera década de los 2000 con figuras como Atom Heart, Dinky y la sociedad chileno-alemana Sieg Über Die Sonne, entre otras. Durante unos cuatro años mantuvo, además, el dúo Los Updates.

Más tarde, y a la luz de la revalorización que el disco Corazones tuvo entre la nueva generación de cantautores chilenos, González se acercó a ese grupo y su sonoridad. Su disco Libro (2013) —compuesto y grabado a solas en un pequeño departamento berlinés— puede considerarse un muy interesante puente entre la canción romántica, el soul y el pop de vanguardia, presentado en vivo junto a una banda que incluye a cantautores como Gonzalo Yáñez y Pedropiedra. Como letrista, el chileno se afirmó allí en una mirada adulta y reflexiva sobre los sinsabores del amor de pareja y paternal, cantando sobre la autosanación y el fortalecimiento de sí mismo en soledad. Su publicación coincidió con una nueva ola de prestigio público para el músico y su legado, que en los últimos años ha sido invitado a los más importantes festivales realizados en Chile, permitiéndole así visitas constantes a Santiago (en la "Cumbre del Rock Chileno 2012" fue homenajeado por varias bandas como un ícono de la música nacional).

Hoy es Leonino su nuevo seudónimo artístico. Bajo él ha presentado en abril de 2014 el disco Naked tunes, un trabajo cantado íntegramente en inglés, publicado por la etiqueta neoyorquina-chilena Hueso Records y con peculiares instrucciones: nada de promoción en su país natal, trabajo de difusión sólo en el extranjero y ninguna copia enviada a puntos de venta en Chile.

Alguna vez, y a la luz de sus auges y caídas, el sanmiguelino se definió como la única estrella de rock en Chile, y también la figura de espectáculos más perseguida por el establishment. Es probable que en ninguna de las dos apreciaciones exagere.

«Digamos las cosas claras: Los Prisioneros no son el problema, es Jorge González», le comentaba a revista Rolling Stone-Chile a mediados del año 2006. «A veces se dice que si Jorge se hubiera portado mejor en los ochenta, habríamos tenido menos censura, y yo pienso que si me hubiera portado mejor, Los Prisioneros habría sido una banda de moda, no más. Yo pienso que la libertad que he tenido para poder decir lo que pienso, a pesar que eso incluso me cierre las puertas promocionales, yo la tenía que emplear en su momento y no cuando viejo».

La publicación, a fines del 2005, del libro de entrevistas Maldito sudaca, del periodista Emiliano Aguayo, permitió interpretar desde su siempre sorprendente honestidad una vida artística en la que González dice haberse permitido el error, el fracaso y hasta la autodestrucción, pero nunca el conformismo. Tanto es así, que las serias complicaciones de salud que vivió en 2015 por causa de un accidente cerebrovascular no lo hicieron pensar en detenerse. Al tiempo que se anunciaba su salida de unas semanas de internación hospitalaria se anunciaba un nuevo disco, Trenes.

Discografía