Del cielo ha bajado la Madre de Dios,
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cantemos el Ave a su Concepción.
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Ave, Ave, Ave María.
Ave, Ave, Ave María.
En Lourdes de Francia su trono fijó
y hacia nuestra patria sus ojos volvió.
Son siempre los niños imán de su amor,
y allí a Bernardita su gloria mostró.
De luz rodeada y eterno esplendor,
la Reina del Cielo así apareció.
Sus pies virginales desnudos dejó,
y en ellos dos rosas doradas de sol.
Un largo rosario que el Cielo labró,
sostiene en sus manos más puras que el sol.
Su rara hermosura, profunda emoción
causó en Bernardita que absorta quedó.
Allí vio en la roca radiante de luz,
la Dama vestida de blanco y azul.
La Virgen entonces afable sonrió
e infunde a la niña aliento y valor.
Yo quiero, le dice, por siempre, desde hoy,
hacer de esta Gruta lugar de oración.
Yo quiero que un templo se eleve en mi honor,
y vengan mis hijos aquí en procesión.
Quiero penitencia y ardiente oración
por los pecadores que ofenden a Dios.
Y en prenda, hija mía, de mi protección,
ve y bebe en la fuente porque ella es un don.
La niña, al arroyo los ojos volvió,
pues no hay fuente alguna en su alrededor.
Insiste la Virgen: no, al arroyo no;
sino aquí mismo: y el sitio indicó.
La niña obediente, la tierra escarbó
y en la tierra seca, la fuente brotó.
Sus aguas benditas medicina son,
que al cuerpo y al alma dan la curación.
Allí los enfermos encuentran vigor,
allí, luz y vida halla el pecador.
No ocultéis tu Nombre, Celeste Visión,
la niña suplica: decidme, ¿quién sois?
Por una y dos veces la Virgen sonrió,
y al fin, la tercera así contestó.
Yo soy la hermosura que a Dios cautivó,
Yo soy toda Pura en mi Concepción.
Y de esta manera, del Cielo bajó
la Virgen María, la Madre de Dios.
Entonces la Iglesia tomó posesión
de aquellas montañas y un templo elevó.
Y allá, el mundo entero corre en procesión,
y cantan el Ave a su Concepción.
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