Quisiera yo, Señora,
y dulce madre mía,
traerte en este día
en vez de humilde flor
un himno tan ferviente
que al entonarlo hiciera
que todo el mundo ardiera
en tu divino amor.
Quisiera que las rosas,
los lirios y azahares
que cubren tus altares
y tu pulido pie,
llevaran con su aroma,
¡Oh Virgen santa y pura!
la mas grande ternura,
la mas activa fe.
Quisiera que el incienso
que ante ese altar se quema,
fuera, mas bien que emblema,
purísima oración,
que ardiente y fervorosa
partiera de este suelo,
para llevar al Cielo
la voz del corazón.
Quisiera que los cantos
que van a tus oídos,
tuvieran los sonidos
del arpa angelical;
y al mundo revelaran
tu altísima belleza,
tu cándida pureza,
tu gracia celestial.
Quisiera amarte tanto,
bellísima María,
cuanto en la tierra impía
ningún mortal te amó;
con un amor tan puro,
ardiente y duradero,
como en el mundo entero
jamás se te ofreció.
Y aun no me contentara,
hubiera corazones
ingratos a tus dones
y altísima bondad;
mas ¡Ay! sin tus auxilios
el alma nada alcanza,
ni gracia, ni esperanza,
ni fe, ni caridad.
Por eso, pues, concede
tu protección divina
al alma peregrina
que eleva a ti su voz;
al alma que te invoca
porque eres su abogada,
su reina inmaculada,
la madre de su Dios.
Y ahora no desdeñes
humilde florecilla
que con piedad sencilla
te ofrece el corazón.
no tiene brillo alguno,
ni aroma, ni belleza,
pero es de mi pobreza,
señora, la expresión.
Ella sabrá decirte
que el alma desterrada,
no halló en la tierra nada
jamás, digno de ti;
y tú me darás flores,
oh madre dulce y tierna,
de suavidad eterna,
para obsequiarte aquí.
Y cuando ya me lleves
del valle de los llantos,
al valle de los cantos
de celestial amor,
allá podré ofrecerte
mil himnos de victoria,
mil himnos a la gloria
eterna del Señor.
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