Yo era un muchacho tranquilo
hasta que di con mi sueño
más dorado, que era una mujer
algo mayor que yo.
Ella tenía treinta y cinco
y yo dieciocho para mi favor (favor dudoso).
Empezó por regalarme
dos camisas y un vestido
para que yo se los diera a mi mamá.
A eso le siguió una lluvia
de pequeños regalitos para mí (para mi entierro).
Hasta me froté las manos
cuando supe que vivía sola
desde que, por fin, se divorció.
Y en su casa hice meriendas,
comidas y desayunos hasta engordar
(casi reviento, como verán).
Lo tenía todo y me puse ocioso:
me pasaba el día de la lectura al amor.
"¿Qué quiere mi dueño?,
¿qué quiere mi encanto?",
me decía con voz azucarada
si me iba a mover.
Lo tenía todo y me puse ocioso:
me pasaba el día de la lectura al amor.
Mis amigos comentaban
que yo sí era un bárbaro del diablo
y la fama de conquistador nació.
Las pepillas me buscaban,
yo me pellizcaba el brazo
para ver si era soñando.
Aprendí de un buen amigo
a pegarle a mi mujer,
a llevar los pantalones
como es la tradición.
Y ella iba a mi trabajo
para sorprenderme
en algo ilegal (era normal).
Me di cuenta que las cosas
ya no estaban en su sitio
cuando me empezó a coser
la ropa encima, al salir.
Después vino la algazara,
las denuncias y los llantos al dormir.
Y pasó el tiempo?
Decidí dejarla cuando una noche
desperté y la vi que se lanzaba sobre mí
con unas tijeras de podar sus matas,
mientras me juraba que
no iba a ver
a otra mujer
jamás.
Me puse la ropa y salí corriendo
entre amenazas que no puedo repetir.
Me puse la ropa y salí corriendo
sin sueños dorados, pero a salvo el honor.
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