Le fui a dar una serenata a mi adorada, le canté lo más lindo
de mi repertorio,
me porté como un verdadero Juan Tenorio, y ¿para que?
-y ¿para que?- si no estaba allí mi amada;
y ¿para que? -y ¿para que?- si no estaba allí mi amada.
Me dijeron que cuando ausente me encontraba, sufrió mucho porque
mis cartas no llegaban,
pues su padre que al oponerse a nuestro idilio, no le entregó
-no le entregó- ni una sola de mis cartas,
y ella creyó -ella creyó- que era yo que la olvidaba.
El dolor que aquella pena le causaba, la llevó a la más funesta
decisión,
el culpable de la muerte de mi amada, fue aquel padre que engañó
su corazón.
Le fui a dar una serenata a mi adorada, esta vez le canté con
la voz entrecortada,
y mis lágrimas en su tumba derramaba, como señal -como señal-
de que yo no la olvidaba,
como señal -como señal- que además yo la adoraba.
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