Por las orillas del río, doña Urraca se pasea
con dos hijas de la mano, Blancaflor y Filomena;
el rey moro que lo supo, del camino se volviera,
de palabra se trabaron y de amores le requiriera.
Le pidió la hija mayor, y ella le dio la pequeña
y por no ser descortés se llevó la que la diera.
Se casaron, se velaron, se fueron para su tierra;
nueve meses estuvieron sin venir a ver la suegra.
Al cabo de nueve meses, rey Turquillo vino a verla.
- Bien venido, rey Turquillo; ¿qué noticias traes de mi hija?
- Blancaflor buena quedaba; en días de parir está
y vengo muy encargado que vaya allá Filomena.
- Filomena es muy chiquita para salir de la tierra
pero por ver a su hermana, vaya; vaya enhorabuena.
Montó en una yegua torda y ella en una yegua negra.
Siete leguas anduvieron sin decirse ni palabra,
de las siete pa las ocho, de amores la requiriera.
- Mira que haces, rey Turquillo; mira que el diablo te tienta,
que entre cuñados y hermanos no cabe tan gran afrenta.
Atola de pies y manos, hizo lo que quiso de ella.
Pasó por allí un pastor, de mano de Dios viniera.
- Por Dios te pido, pastor, que me escribas una letra,
una para la mi madre, -nunca ella me pariera-
y otra para la mi hermana -nunca yo la conociera-
Si mucho corrió la carta, mucho más corrió la nueva;
Blancaflor cuando lo supo, con el dolor malpariera.
Y el hijo que malparió, guisolo en una cazuela
para dar al rey Turquillo a la noche cuando vuelva.
- ¿Qué me diste, Blancaflor, qué me diste para cena?
De lo que hay que estamos juntos, nunca tan bien me supiera.
- Sangre fue de tus entrañas, gusto de tu carne mesma;
pero mejor te sabrían los besos de Filomena.
- ¿Quién te lo dijo, traidora? ¿Quién te lo fue a decir, perra?
Con esta espada que traigo, te he de cortar la cabeza.
Madres, las que tienen hijas, que las casen en su tierra,
que yo, para dos que tuve, -la fortuna lo quisiera-
una murió maneada, la otra de amores muriera.
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